martes, 29 de septiembre de 2009

Zagora '09

...de repente, vi la puerta entreabierta con la primera luz de la mañana; mis ojos aún cegados por el sueño, no distinguían las imágenes; ni el día de la noche, ni la muerte de la vida. Un corriente de aire, golpeó la puerta definitivamente dejando al descubierto todo el esplendor que escondía aquel desierto. Un esplendor de color ocre y aroma a libertad. El cielo de puro azul se fundía con la tierra invitándola a ascender hacia un plano más glorioso. Era como una señal, como una invitación para que abandonara mi catre y me aventurara hacia una patria en la que no existía la maldad; donde el viento empujaba a las almas de los valientes y el sol era la única señal para avanzar. Entre el silencio que producía la solitaria arena, se podía distinguir el rumor de un suspiro; un suspiro que regalaba tranquilidad; un suspiro que emanaba del corazón. Una mujer desnuda, en un camastro de lana; una niña de ojos verdes y limpios, encadenada a una vida que le convierte en esclava. Ahora, la puerta de la celda ha sido forzada y la llave de los grilletes esta oculta entre las dunas. Es el momento de huir de la cobardía, de dejar de soñar solo cuando dormimos. Es el momento de juntar nuestros labios y de unir nuestras ilusiones... la inocencia volverá y la felicidad será nuestra guía. El miedo se olvidará y el futuro será nuestro tras el umbral de aquella pequeña puerta...

Dando vueltas en la cama, nadando en un charco de sudor, en medio de pesadillas y anhelos de liberación, soñaba con un desierto dorado en el que la humildad era la virtud del solitario. No sabía donde estaba, ni qué parte era vigilia y cual fantasía; lo único que era cierto es que el sol estaba saliendo y que el “jaleoso” despertador no paraba de recordarme que la noche había terminado. Confundido, temeroso, cansado y expectante, me incorporo y me lanzo a un viaje que quizás no exista. Una ciudad legendaria nos espera a la lejanía; una ciudad ancestral, una ciudad solemne, una ciudad sucia, una ciudad en blanco y negro... Dar-el-Beida. Prohibida y pecaminosa, ultrajada y perdida. Un oasis desértico, en las puertas del paraíso. En medio del caos y el ruido, escapamos en un corcel de plomo; acompañados por un nómada, metidos en un coche de juguete. Era como si un niño en el que la maldad aún no ha echado raíces, estuviera moviendo nuestro vehículo rumbo hacia un destino incierto...
El auto zozobraba de norte a sur sin acercarse a un destino concreto. Solo el azar puede fijar un objetivo final. Un niño jugando con unos hombres, jugando en un desierto africano olvidado por los dados de dios. El camino no importa porque lo que importa es el viaje; un viaje sobre un cielo puro en un manto de tierra ocre y empobrecida por el capital de los vecinos mas ambiciosos. La ambición que regala el miedo de otros. El miedo de los que tienen algo que perder. Este no es el caso. Ninguno de nosotros cree en la victoria... ni en la derrota. Un enorme paraíso quemado por el sol y bañado por la tranquilidad. Una Diosa, un Vagabundo, una Soñadora y un Ganador Perdido, sirviendo de juguetes para la pequeña mano del hijo de un genio que abandonó su lámpara hace siglos...
A mitad de trayecto entre el principio y el fin, donde el firmamento se abre y deja ver la magnificencia del virginal universo, en un lugar mas eterno que terrenal, un oasis nos da la bienvenida, sin saber el cómo ni tampoco el porqué. Un oasis gobernado por unos juglares que bailan y cantan para alegrar a todos los vecinos que pasan por allí. Todo son alabanzas para los recién llegados. El tiempo se alarga más que nuestros cuerpos y el descanso se convierte una obligación. Los 4 nómadas errantes, duermen y comen hasta que sus fuerzas vuelven a quedar como su ilusión: intacta. Fue en aquel lugar, dónde el niño que manejaba nuestro destino se desvaneció y entró en el letargo del inocente, del modesto, del que sabe que ha disfrutado toda la jornada y que merece soñar toda la noche. Una noche que será tan corta o tan larga como un suspiro en medio del desierto. Una noche de risas y cánticos, de esperanzas perdidas y anhelos encontrados. Una noche que termina cuando la penumbra desaparece y las mujeres de coloridos vestidos comienzan el duro trabajo que les aguarda implacablemente jornada tras jornada. Con un futuro incierto o, ¿quizás demasiado cierto? Una reflexión efímera, que recorre nuestras antagónicas mentes del primer mundo. Una mirada al suelo, antes de proseguir con el camino nosotros mismos nos habíamos marcado.
Un joven asceta nos esperaba subido en una enorme alfombra marroquí. Era el momento de seguir viajando con la imaginación que nos alimentaba aquel remoto lugar. Sin tiempo de creer en la realidad, los cuatro locos que nunca estuvieron cuerdos, subieron al tapiz mágico que ellos mismos habían deseado... Y volaron toda la fría noche con el único abrigo que les dejaba el calor de sus corazones. Sobrevolaron casas de barro, bosques de palmeras y ríos de escaso caudal. Desde arriba podían verlo todo; divisaban niños jugando al fútbol sin pelota; mujeres acarreando voluminosos hatos de sucia tela; hombres rezando a un dios de arena. Todo parecía tan lejano... En lo alto de las nubes, todo parecía fantasía; pequeños personajes moviéndose como hormigas en un escenario de teatro. Estaban actuando para nosotros; el sufrimiento era solo fruto de un guión que un ser de otro tiempo había escrito tras haber perdido la vida. Todos eran actores secundarios de un drama con un título demasiado triste; aunque ni el título ni la trama importaban, pues desde nuestro refugio aéreo los llantos no se oían y las suplicas se perdían como se pierden las lágrimas bajo la lluvia. Preferíamos mirar hacia las estrellas que creer que lo que había bajo nuestros pies era fruto del olvido más absoluto... Pero la Diosa empezó a recordar quien era; y ella nos lo recordó a nosotros... le ordenó al guía que descendiera hacia aquel infierno terrenal y que buscara una casa alejada de la piedad. Nos quedamos observando cerca de un pedregoso camino de tierra; esperando ver la risa de algún niño; pero allí los niños no han aprendido a reír; no saben lo que es la felicidad, ni el cariño y mucho menos el amor... Un amor como el que desprendían las dos integrantes femeninas de aquella expedición imprevista. Un amor que regalaron a los harapientos muchachos que buscaban un poco de comida para que el día se pasara un más rápido. Dulces y caramelos les hicieron evadirse de aquel desértico paraíso. Por un momento viajaron con nosotros al elevado trono de la tranquilidad, de la paz, del regocijo... mis ojos se llenaban de lágrimas y mi garganta gritaba hacia dentro al contemplar tanta injusticia; al ver tan de cerca a los que no tienen nada, al pensar como podría encontrarse un semejante de esos chicos en el primer mundo del que desgraciadamente procedíamos: deseando solo lo material, buscando mil maneras de engañar a su cuerpo con falsos placeres... embriagándose hasta vomitar en un segundo el alimento que estas personas ingerirían en un año. Una justicia caprichosa, ignorante y malévola. Una justicia que me llenaba de rabia y de impotencia. No quería hablar para no perderme ni un ápice de lo que allí estaba ocurriendo; para que no se me olvidara que hay que luchar contra los que reniegan de la suerte que les permite vivir tan lejos del dolor. Un dolor que estaba corroyendo mi corazón, que acababa de golpear violentamente mi alma. Hice una foto en mi mente, de la sonrisa de uno de los niños reflejada en los brillantes ojos verdes de aquella que fue diosa y que ahora es sierva. Cogí su mano y sentí paz; entendí que un pequeño gesto puede regalar un atisbo de esperanza para los que han sido desheredados. Comprendí por qué ella había querido bajar y comprendí lo que con su acción había conseguido demostrar. La besé y besé las manos de todos aquellos niños. Pedí a todos los dioses por ellos y monté con el resto de los viajeros a lomos de aquella alfombra fantástica que debía llevarnos a un lugar demasiado cerca de la realidad... Una realidad ancestral y remota con nombre árabe: Ait-Ben Hadou. La gente de Ben Hadou. Una ciudad amurallada donde nuestro imaginario vehículo nos deposita para no volver a llevarnos nunca más. Solitarios y temerosos entramos en la otrora capital de la región. Un puñado de ancianos nos dan la bienvenida y nos invitan a experimentar un viaje imposible al pasado. Entre las ruinas y los animales de granja, se divisa una nube que se aproxima a nosotros a una velocidad de vértigo. Sin tiempo para reaccionar nos engulle y nos tumba sobre el polvoriento suelo de la aldea. Solo ha pasado un segundo, pero estamos demasiado lejos de la época en la que nacimos; muchos siglos más lejos... Nuestros ropajes son iguales que los que llevan los habitantes del poblado; entendemos el lenguaje berebere y nadie nos mira como extraños. No logramos salir de nuestra sorpresa, pero en vista de como se estaban desarrollando los hechos, tampoco nos mostramos contrariados. Nos dejamos llevar por el entorno; un entorno ancestral, dónde los burros caminan tranquilamente por la calle y las mujeres fabrican aceite machacando almendras. Las casas están construidas con adobe y los mercaderes pueblan las plazas y las tiendas de enseres. Sentíamos infinita curiosidad por ver como vivían aquellas personas, por eso, nos internamos en una de aquellas casas de barro. Tenía dos plantas y varias habitaciones. Alguna de ellas bastante peculiar, como la que contenía un horno para asar alimentos. Alimentos que, a pesar de no abundar, nos eran ofrecidos por aquella hospitalaria gente. Un té de menta o un jugoso plato de Tajine con pollo, verduras, cordero... Cualquier cosa que se pudiera calentar en aquel cono invertido; cualquier cosa menos cerdo. Este animal estaba estrictamente prohibido por la religión musulmana. Quizás por las enfermedades que se transmitían en aquella época, quizás por superstición. El caso es que no se echaba de menos ante la gran variedad de comida que se cocinaba por aquellos lares. Con el estomago lleno y los ojos emocionados, buscamos la escapatoria de aquella fortaleza; de aquella época. Nos dirigimos a la entrada, pasando por el cementerio; un gran campo repleto de piedras; y en cada piedra un hombre. Al menos eso nos cuenta un joven nómada que nos encontramos en la posada. Necesitamos información y la Diosa le pregunta a aquel chico por la ansiada salida . Sin embargo, las mujeres no están muy bien consideradas y el hombre toma este atrevimiento como un insulto. Iracundo arremete contra el grupo en busca de una disculpa; una disculpa que no llegará por nuestra parte, pues no consideramos que le hayamos hecho ningún agravio. Esto le enfurece aún más y saca una enorme cimitarra con el fin de agredirnos. Asustados, corremos “desenfrenadamente” intentando escapar de aquel tiempo. Una gran puerta abierta en la muralla norte, parece que es nuestra única esperanza. Pero, una vez fuera del muro, un caudaloso río nos bloquea el avance; detrás de nosotros un grupo de moros armados y gritando improperios. No había elección, debíamos traspasar el río. Cogimos impulso y nos lanzamos al agua; sorprendentemente, podíamos caminar sobre ella. Sin detenernos a meditar sobre este hecho, seguimos corriendo hacia una tupida selva de palmeras. La noche se nos echaba encima y estábamos perdidos en una época indeterminada, con un grupo de extremistas pidiendo nuestras cabezas. La cosa no pintaba bien... “Pshhh, pshhh, por aquí” Una voz con acento francés nos llama desde dentro del bosque. Un viejo berebere nos hace señas para que le sigamos; sin mas opción que esa, le acompañamos hacia lo desconocido. “Me llamo Mohamed. Yo os ayudaré” El hombre nos muestra cuatro camellos y nos hace señas para que subamos. Él nos guiará por aquellas tierras. Sin apenas ver nada, lentamente, nos desplazamos al pausado ritmo que nos marcaba el cuadrúpedo. De nuevo estábamos en el presente... su presente.
Las palmeras hace horas que desaparecieron y ahora es arena lo único que se divisa. Estamos lejos de nuestra casa; de nuestra familia. Ahora el hogar son 4 dóciles animales que nos llevan a un lugar indeterminado. De repente, una tormenta nos ataca sin piedad. Todo esta blanco y apenas puedes mantener el equilibrio sobre el dromedario. Las fuerzas comienza a fallar y el hambre se hace fuerte junto a la sed. Nuestro destino es igual que nuestra vida: incierto. La calma vuelve y una suave lluvia comienza a caer sobre nuestros rostros. Pequeños muchachos aparecen para buscar un regalo que les alegre el día; o quizás la existencia. Un simple bolígrafo, mordido, que lloraba en un rincón de mi cosmopolita morada, fue mi aportación a la ilusión de uno de esos niños. El chaval, salió corriendo repleto de júbilo; imaginé entonces como sería la vida de aquel bolígrafo a partir de ahora. Ya no estaría relegado a permanecer en un bote de bebida, junto con otros de su especie, deseando que el azar le eligiera a él para escribir en una nota de supermercado. Ahora sería el protagonista de los sueños de aquel muchacho; estaría todo el día dibujando anhelos infantiles y jamás acabaría en el fondo de un cubo de basura... Aunque perdiera toda su tinta. Era como una metáfora de las vidas de cada uno de nosotros. Teníamos que buscar una meta, un sentido lejos del materialismo que gobernaba nuestras ciudades. Debíamos encontrar a alguien a quien nuestra sola existencia le llegara de gozo e ilusión. Cada vez más cansados y más reflexivos, con el cielo negro zaino y la luna plata brillante, buscábamos en el horizonte el lugar donde nos dirigía aquel árabe. No podía ser otro que aquel campamento que se divisaba cercano a una hoguera providencial. Las enormes haimas de piel de camello formaban un círculo perfecto alrededor del fuego. Extasiados y expectantes, bajamos de los camellos para entrar en la tienda de Mohamed. Vistosos colores nos dan la bienvenida en aquella oscura noche. Enormes sofás de cuero rodean toda la estancia. Una estancia cálida en medio del desierto, en medio del gélido crepúsculo que nos había acompañado buena parte del viaje. Era el momento de caldear nuestro cuerpo y nuestra alma. Teníamos que dejarnos llevar, que desudar nuestros sentimientos al lado de aquel desconocido. Nos descalzamos y cerramos los ojos. Nos cogimos de la mano y nos pusimos a bailar las canciones bereberes que entonaba aquel nómada del destino. Salimos de la tienda y miramos hacia las estrellas. Embriagados por el humo del hachis que acabamos de quemar caminamos sin rumbo por la nada más absoluta. Sin miedo a perdernos; sin miedo a perder todo lo material que teníamos en el primer mundo. Allí nada de eso servía; y sin embargo no estábamos tristes, sino mas bien todo lo contrario. El dolor apenas se sentía y las sensaciones era extremadamente intensas. La Soñadora solo quería llorar, el Vagabundo quería un beso de la Diosa; la Diosa quería estar sola y el Ganador Perdido estaba a punto de encontrarse. Con la noche cada vez más lejana y los cánticos cada vez más confusos, todos nos volvimos sombras entre las dunas. Las haimas nos fueron atrapando y nos engulleron en una ficción de la que era imposible escapar. La Diosa la final besó al Vagabundo y le regalo una isla entre sus brazos; la Soñadora dejo de soñar para dormir con el Ganador que ahora estaba más perdido que nunca. Y entre tanto ajetreo, la música fue mezclándose con el sonido del viento hasta desaparecer al ritmo que le marcaba el sol... El mismo ritmo que me hacia cerrar los ojos hasta perder el conocimiento; hasta olvidar todo lo conocido; hasta convertirme en un minúsculo grano de aquel inmenso desierto. Así estuve un segundo o un siglo; con la tranquilidad del que lo tiene todo porque no necesita nada...

...de repente, vi la puerta entreabierta con la primera luz de la mañana; mis ojos aún cegados por el sueño, no distinguían las imágenes; ni el día de la noche, ni la muerte de la vida. Pero lo que si sabían era que habían presenciado algo de increíble pureza y de incomparable humanidad. Tan lejos de lo que creemos nuestro, pero tan cerca de lo que pensamos que nunca ha existido...


Ait-Ben Hadou


Dentro de la casa


Detalle de la ciudad


Cruzando el rio


Con nuestros pequeños amigos


Plato de Tajine


Camellos nocturnos


Dentro de la Haima de Mohamed


Cantando en Berebere


El desierto


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